Lo cierto es que, después de estudiarme mucho logré descubrir la duplicidad profunda del ser humano. Comprendí, a fuerza de hurgar en mi memoria que la modestia me ayudaba a brillar; la humildad, a vencer y la virtud a oprimir. Hacía la guerra por medios pacíficos y obtenía, finalmente, gracias al desinterés, todo lo que deseaba. Por ejemplo, nunca me quejaba de que se olvidaran de la fecha de mi cumpleaños: Incluso sorprendía, y causaba una cierta admiración, mi discreción al respecto. Pero la razón de mi desinterés era aún más discreta: Deseaba que se olvidaran de mí con el objeto de poder compadecerme. Muchos días antes de la
Ciertas mañanas, mientras estudiaba mi proceso, llegaba a la conclusión de que yo sobresalía, ante todo, en el desprecio. Aquellos a quienes más frecuentemente ayudaba eran aquellos a quienes más despreciaba. Cortésmente, con una solidaridad llena de emoción, escupía todos los días a la cara de todos los ciegos.
Francamente, ¿hay una excusa para ello? Hay una, pero tan miserable que ni siquiera puedo aducirla. En todo caso, es esta: nunca pude creer profundamente que los asuntos humanos fueran cosas serias. ¿Dónde estaba lo serio? No lo sabía. Sabía sólo que no estaba en todo lo que veía y que se me manifestaba únicamente como un juego divertido e importuno. Hay realmente esfuerzos y convicciones que nunca he comprendido. Siempre miré con asombro y con ciertas sospechas a esas extrañas criaturas que morían por dinero, se desesperaban por la pérdida de una posición o se sacrificaban por la prosperidad de sus familias. Yo comprendía mejor a aquel amigo a quien habiéndosele metido en la cabeza dejar de fumar, consiguió efectivamente lo que se había propuesto, a fuerza de voluntad. Una mañana abrió el periódico, leyó que había estallado la primera bomba H, se enteró de sus admirables efectos y , sin dilación alguna , se fue al estanco.
(Fragmento extraído de "La caída" de Albert Camus)